“Eran los títulos que estaban en mi biblioteca. No venían de una investigación de cómo se habían titulado las diferentes historiografías o maneras de contar la historia argentina, sino que eran libros que estaban en mi biblioteca y que trasladé a esos grabados. Saqué toda la información de diseño, todo el contexto, y no están los nombres de los autores, sino la manera que se engloba eso que se podría llamar ‘arte argentino’. Para Schiaffino era La evolución del gusto artístico, hay otro que se llama Vanguardias argentinas, que son mesas redondas. Justo había terminado la carrera de Historia del Arte. La serie podría haber continuado. La idea era que se pudiera continuar de manera imaginaria, sin la necesidad de que hubiera cientos de grabados. Con seis ya se daba la idea de continuidad de ese mecanismo. Hacía unos años había inventado títulos de libros, y había hecho un libro grande fuera de escala, trabajando en relación a cómo las historias se narraban a partir de materiales impresos. Creaba libros, sacaba los títulos, inventaba títulos; todas las operaciones posibles alrededor de la escritura del arte. Por otro lado, también aparece esta idea de si siendo artista también puedo ser historiador, pensar qué recursos del hacer obra o de producir obra me podían servir para involucrarme en la historia del arte, si había alguna posibilidad de tener recursos para narrar la historia del arte desde cierta visualidad. Aby Warburg era una referencia súper importante en ese momento. Yo tenía el proyecto de hacer una muestra cada año, que avance desde 1930, 1931, 1932, y trabajar en cada muestra con un hecho o una situación que hubiese encontrado en ese año. Por eso, las dos primeras muestras se llamaron 1930 y 1931, que son títulos un poco extraños para muestras. 1931 es el año en que Xul Solar inventa el neocriollo y el primer boceto en neocriollo se publica en la Revista Azul, ciudad donde nací. Ese mismo año, en Azul había un pintor, Alberto López Claro, que estaba pintando un Malón. En un punto, en Azul se encontraron el lenguaje vanguardista y una pintura clásica decimonónica argentina conviviendo en un lugar con muy pocos habitantes. Pedí prestada la obra al museo de Azul y a partir de eso estructuré un mapa muy warburgriano que proponía una nueva historia del arte argentino, recuperando autores más extraños, momentos más extraños, imágenes más extrañas. Hace diez años la historia del arte argentino no era una referencia tan frecuente para el arte argentino, estaba ‘el pasado’, pero en los últimos años de la década de 2000, en la producción contemporánea, hubo otro tipo de materialidad de obra, otras referencias. Yo involucraba estos autores que no eran los más canonizados, o traía estas obras extrañas o libros. Tenía algo provocador, mezclar mis intereses y llevar a una especie de extrañamiento. No era solo trabajar con la historia del arte para la obra, sino también responder a un contexto específico de producción. Tenía ese doble lugar. Hoy pienso que la historia del arte argentino está mucho más próxima a la producción de los artistas, hay libros, artistas que citan otras obras, hay otra relación con la pintura que en ese momento no existía. Es algo provocador en el uso de técnicas del conceptualismo para aplicar a este conjunto de obra muy despreciada: obra chiquita, de subasta de la calle Arroyo. Herramientas del conceptualismo de los años 60 aplicadas a un material al que ni siquiera se le dio una mirada. Son casi como grabados que podría haber hecho un artista conceptual, abstrayendo las palabras de los libros, una operación muy fría”.